venerdì 29 maggio 2020

Me despido

En un párrafo de su diario, publicado días atrás por el Osservatore Romano, el gran sabio ítalo-alemán, Romano Guardini, cuenta de un sueño que hizo alguna vez, en el cual alguien declamaba un discurso cuyo mensaje decía algo así como que al nacer todo hombre recibe una palabra; una palabra pronunciada en el interior de la esencia del hombre, que es fuerza y debilidad, tarea y promesa, protección y amenaza. Todo lo que al hombre le sucede en el curso de los años tiene que ver con esa palabra, es su comentario y cumplimiento. Cada hombre comprende la suya y trata de vivir acorde con ella. Ella representa el fundamento de lo que un día el Juez le dirá.

Me ha impresionado profundamente este pensamiento del gran Guardini. Cada uno de nosotros, es una palabra pronunciada por el Padre en el Verbo. Somos una palabra en la Palabra que volverá al Padre realizada, hecha historia. Nuestra vida no es más que un desbroce de este verbo original y originario. Un comentario que nadie puede hacer por nosotros. Como dice Guardini, se trata de algo que nos protege y amenaza, viene de atrás y nos está delante como un faro, una promesa.

Pero, lo primero es dar con ella, con esa palabra en la que nos va la vida.

Después de dos meses (día más, día menos) de caminar juntos, quiero cerrar el blog con este pensamiento. Ya he comenzado a trabajar fuera de casa y no podría garantizar una presencia constante a través de esta plataforma digital. Gracias por haberme leído. Para mí ha sido muy enriquecedor, espero que también lo haya sido para vosotros. Aunque fui yo mismo quien os pidió no hacer comentarios, y por lo tanto no ha habido intercambios personales, siempre tuve la impresión de que más allá de la pantalla había unos cuantos rostros vivos. He tratado de acompañar, no sé si lo he logrado, de lo que podéis estar seguros es de yo sí me he sentido así: acompañado, sostenido, animado.

Y volviendo a Guardini. Este tiempo de dolor y gracia nos ha puesto ante nosotros mismos. Ahora sabemos de que se trata: somos una palabra pronunciada desde toda la Eternidad por un Padre que nos ama. Esta es nuestra sublime dignidad. Cada uno la busca, y cuando la encuentra trata de vivir en acuerdo con ella. Es un camino en soledad, pero profundamente comunitario a la vez, porque al final la palabra que somos se integrará con todas las demás en la Palabra, para formar una sola “con tonos infinitos”.

Si así están las cosas, ya sabemos lo que tenemos que hacer: comprometernos con todas nuestras fuerzas para que el mundo sea un lugar en el que cada persona pueda ser aquello que el Padre ha pensado. Un mundo sin parias, sin sobrantes, sin descartados. Ese mundo unido por el que Jesús, el Verbo encarnado, ha rezado.
Un gracias de corazón.

lunedì 25 maggio 2020

La Ascensión

Ayer celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor. Siempre me ha gustado mucho este misterio de la vida de Cristo. Reconozco que hay algo que lo tiñe de tristeza, ese algo que rodea a toda despedida, sobre todo si se trata de dejar a aquellos a los que amamos. El desapego es siempre una prueba, por más que sea tan connatural a la existencia humana. En realidad, nos pasamos la vida despidiéndonos. Yo no termino de acostumbrarme. A veces pienso que padezco un síndrome de alejamiento o de apartamiento, no sé cómo llamarlo, y por eso cada despedida es siempre un desgarro, como si algo se muriera dentro. Cuando era un niño, cada lunes, muy de madrugada, partía de casa, en el campo, para alcanzar la capital y pasar allí la semana con mis tíos, mientras estudiaba en el colegio de los Sagrados Corazones del madrileño barrio de la Concepción. Los viernes por la tarde regresaba de nuevo para pasar el fin de semana con mis padres. Es por eso por lo que amo tanto los viernes y odio tanto las tardes de domingo. 

         También los discípulos sintieron el desgarro de la ascensión del Señor, su despedida. Pero hay algo que diferencia este momento de todo lo que nosotros experimentamos durante nuestra vida. Jesús trata de explicárselo a los apóstoles en los llamados discursos de adiós, referidos en el evangelio de Juan. Transcribo algunos versículos:

«No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes»(Jn 14, 1-3).

«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto». (Jn 15, 9-11).

         Jesús vuelve al Padre para prepararnos un lugar. Es reconfortante. Sabemos, pues, cuál es nuestro destino: un lugar preparado por Cristo junto al Padre. En realidad, ese lugar es el mismo Cristo, ya que la nueva existencia que el nos regalará consistirá en ser “uno en él”, un solo cuerpo. 

         Mientras tanto, lo único que debemos hacer es permanecer en su amor. Este es el camino del gozo, aún más: de la perfección del gozo. 

         Y es aquí donde se manifiesta la diferencia a la que antes aludía. Si de lo que se trata es de permanecer en “su amor”, entonces su ascensión no significa que se haya ido. Jesús, en realidad, no se va, sino que permanece de una forma incluso más honda. Lo dice en los versículos siguientes:

«Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). 

El Paráclito es el Espíritu, su Espíritu, aquel que lo une indisolublemente al Padre y que nos quiere donar para que también nosotros entremos en esa divina relación de unidad. 

La fiesta de la ascensión es, pues, la fiesta de la presencia de Jesús en medio de nosotros, en el trascurso de la historia. Jesús se va para poder quedarse, superando los límites espacio-temporales de su condición terrena.  He aquí la maravillosa paradoja de esta solemnidad. 

Ayer, durante el Regina Coeli, el papa anunció la celebración de un año dedicado a la Laudato sí, a los cinco años de su publicación. Será todo un año para reflexionar y promocionar acciones concretas a favor de la “casa común”. La LS no es sólo un magistral documento de doctrina social; además de eso, es un concentrado de antropología cristiana fundamental. En efecto, cuidar la “casa común” es cuidar del ser humano de manera integral, sin descuidar ninguna dimensión. Lo estamos constatando en estos días. Los científicos han demostrado que el Covid19 se propaga con más facilidad en las ciudades afectadas por una gran contaminación ambiental. «Todo está conectado», afirma con fuerza el papa. Pensar hasta sus últimas consecuencias esa estructural conectividad de todas las cosas es una de las tareas de nuestro tiempo, uno de los aspectos más arduos y apasionantes de ese “repensar el pensamiento” del que nos habla el gran filósofo francés Edgar Morin. “Repensar el pensamiento” para salvar al hombre de las insidias de los reduccionismos de una sola dirección y redescubrir que la relación con la naturaleza, con los otros y con Dios, presidida por el respeto y el amor, es el camino para recomenzar después de este período turbulento. 

venerdì 22 maggio 2020

“Normalidad”

Poco a poco va volviendo la “normalidad”. En Europa gozamos ya de días largos y bastante templados, algunos incluso decididamente calurosos. Por la ventana de mi habitación, que mantengo siempre abierta, llega el ruido de los coches, ahora bastante más intenso que semanas atrás. Casi todos los negocios han abierto sus puertas, incluso los peluqueros, cuyo trabajo, implementado con notable proximidad interpersonal, es uno de los más sujetos a riesgo. Ya no hacen falta los certificados para salir a pasear o comprar; en las iglesias se celebran misas con una cierta cantidad, siempre reducida, de personas, pero misas al fin y al cabo públicas (en realidad no existen las misas privadas, pero nos entendemos).

En fin, la “normalidad”. Una normalidad teñida de temores y, de alguna manera, también bajo sospecha. Me pregunto si normalidad significará retomar lo de antes sin mayor apuro o reflexión. Si me miro a mí mismo, no cabe duda de que algo ha cambiado dentro. Si volver a la normalidad va a decir asistir impotente, merced al acoso de la inercia, al derrumbe irremisible de algunas conquistas espirituales y morales de este tiempo de dolor y gracia, la verdad es que no la quiero.

Quiero, eso sí, que cesen las hospitalizaciones y las muertes. Quiero que se encuentre lo antes posible una vacuna que nos permita perder el miedo a la relación con el otro. Quiero vibrar con los encuentros personales, quiero compartir en grupo, quiero gozar de la gente mientras pasea por las calles de esta Roma que tanto amo. Quería sentarme en una terraza a tomarme un cappucino o una cerveza. Quiero volver a esa pizzeria en medio del campo y saludar a los dos hermanos que la gestionan. Quiero volver a caminar alrededor del lago de Castelgandolfo, pero no sólo, sino rodeado de otros: niños, adultos, ancianos.

Pero no quiero perder ese habito nuevo de la oración pausada, en el silencio de la mañana y de la tarde. No quiero perder ese contacto profundo, aunque sea telemático, con quien está lejos, con quien pasa un momento difícil. No quiero renunciar a los webinar sobre temas actuales que tanto me han enriquecido; ni a los conciertos online que me han alegrado el final de jornadas llenas de trabajo. No quiero que olvidemos rezar el rosario en comunidad. No quiero que la pereza y la falta de tiempo vuelva a vencer por sobre la necesidad de poner en orden la casa o las estanterías. No quiero dejar de limpiar la cocina y el fregadero después de cada almuerzo.

Sobre todo, no quiero que las modelos económico-sociales y políticos que nos han conducido a esta crisis, retomen su curso “normal” como si nada; que los poderes fácticos (no me importa usar esta expresión un tanto manida) vuelvan a manejarlo todo y a someternos a todos. No quisiera que las preguntas sobre nuestra verdadera condición como seres humanos, esas que han poblado nuestras mentes exigiendo que se las tomara en serio, se esfumaran como por encanto bajo el influjo del carpe diem nihilista que, en buena medida, caracteriza nuestra cultura.
Muchos sostienen que algo ha cambiado para siempre. No dejemos que la próxima o menos próxima normalidad lo desmienta.

mercoledì 20 maggio 2020

La tentación del "como"

«La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había hecho. Y dijo a la mujer: “Cómo es que Dios os ha dicho: no comáis de ninguno de los árboles del jardín?” Respondió la mujer a la serpiente: “Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte”. Replicó la serpiente a a mujer: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis del él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»

         Estos versículos del libro del Génesis son universalmente conocidos. Describen, con un lenguaje alegórico, una elección que afecta a la dimensión ontológica del ser humano, es decir, a lo más profundo de él. Es el relato de la tentación, una realidad que atraviesa toda la historia y la vida de cada uno de nosotros. Es pasado, presente y futuro. Se actualiza en cada era, aunque siempre con connotaciones distintas.

         La estrategia de la serpiente tentadora es genial y casi infalible. Permaneciendo fiel a la verdad, tiende una trampa que se concentra en una sola palabra, un adverbio modal: “como”. En ese “como” está el quid de la cuestión. En efecto, la serpiente no habría podido decir: “seréis dioses”, porque se trataría de una falsedad demasiado burda. El hombre y la mujer jamás podrían ser dioses. Por eso introduce el “como”, y en el “como” va la trampa mortal, la tentación por excelencia, la tentación de tentaciones. De hecho, el hombre elige el saber, el conocer, en vez de la obediencia, con la ilusión de adentrarse en la inteligencia del bien y del mal, adquiriendo de este modo una seguridad y un poder superiores. Así es Dios. Pero hay un detalle: el hombre no será Dios, será “como” Dios. Su conocimiento del bien y del mal serán divinos, pero no serán jamás el conocimiento de Dios. En definitiva, el hombre no es capaz de soportar semejante conocimiento, semejante misterio. El saber sin obediencia lo conducirá a una  hybris (orgullo, exceso) que se volverá contra él mismo, con consecuencias catastróficas en términos de relaciones interpersonales y sociales: violencia, opresión, guerras…

         La prohibición de Dios no es ningún atentado a la posibilidad de saber del hombre. Consiste sencillamente en marcar el límite de la creaturalidad. Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, libre y llamado de manera especial a una relación profunda con Él, pero siempre en su condición de creatura. La encarnación del Verbo dirá hasta que punto el ser hombre es algo grande para Dios mismo, pues ha querido compartir nuestra condición en todo, menos en el pecado. La obediencia no es, pues, sumisión; es relación, algo diametralmente distinto. En la sumisión, el sometido no existe, es anulado; en la relación, la reciprocidad hace ser a quienes se relacionan. La sumisión está dictada por la voluntad de poder; la relación está presidida por el amor. 

La palabra “obediencia” consta del prefijo ob (sobre), audire (escuchar), nt (agente), y el sufijo cia (cualidad). Por lo tanto, obediencia es la cualidad de escuchar. En la tradición bíblica es el significado más profundo, por no decir el único. El hombre es un ser hecho para la escucha: de la realidad, del otro, de Dios. Desde esta posición existencial desarrolla su vida. La hybris, el exceso (que ya los dioses griegos condenaron tajantemente) del que hablaba antes, el que subyace a la tentación original, consiste, por el contrario, en poner al “yo” como punto de partida absoluto. Este exceso es, en sí mismo, un atentado contra la relacionalidad y esconde una voluntad de poder malsana que puede tener consecuencias trágicas. En el libro del Génesis, la primera relación que se rompe es la que se establece entre el hombre y la mujer (3,16). De ahí se derivarán todas las demás rupturas. La misma relación con la naturaleza se vuelve tortuosa (3,17).

Algo de todo esto se ha puesto de manifiesto en la crisis que vivimos. Es evidente que hemos construido un mundo desde la hybris de una voluntad de potencia ilimitada. Lo podemos constatar en el campo de la economía, del progreso tecnológico, de la política, de la ecología, de la bioética. Ahora estamos obligados a cambiar. El hombre debe elegir: o el saber absoluto o la obediencia, en el sentido mencionado. No me cansaré de repetirlo: no estoy hablando de heteronomía, de sometimiento a una fuerza exterior, ni aunque fuera el mismo Dios; estoy hablando de descubrir la relacionalidad que nos habita, la capacidad de escuchar, de desplazar el centro de nuestra existencia desde el yo al otro, al nosotros, de desvelar la formidable experiencia de concebirse y recibirse como un don. 

Jesús de Nazaret fue más allá de la serpiente. En el evangelio de Juan (10,34), cita el salmo 82: “sois dioses”. Jesús elimina el “como”, porque él no pretende engañar. Sí, somos dioses en Dios, en la relación, con Él. Fuera de la relación con Dios nos queda el “como”, es decir, nada, la soledad del “yo”. Por lo tanto, la tentación de la hybris, del exceso egocéntrico, se vence con un exceso aún mayor, el de vivir proyectado en el otro, en el dar la vida, en el exceso de una vida concebida como don hasta las últimas consecuencias. Una vida pensada y plasmada como obediencia es un exceso para nuestros tiempos. Un exceso necesario. 

lunedì 18 maggio 2020

"No tengáis miedo de miralo a Él"

Centenario del nacimiento de Juan Pablo II. La verdad que no me acostumbro a llamarle San Juan Pablo II. No porque no lo vea santo, al contrario. Lo que ocurre es que lo he sentido siempre tan cercano que lo de “san” me suena casi postizo, como si me lo hubieran cambiado. Su santidad, por lo demás, no deja lugar a dudas: su vida, su compromiso con la justicia y la verdad, la soportación de la enfermedad y su forma de morir son la mejor prueba. 

         Tengo entre mis manos el libro que, con ocasión del Centenario ha editado la Librería Editrice Vaticana. El prefacio es de papa Francisco, que, escribiéndolo, ha querido rendir homenaje a este gigante del siglo XX. A continuación, transcribo algunos de los párrafos más significativos.

«[Juan Pablo II] ha sido un ejemplo de cómo se puede marchar feliz, pese a las dificultades, por los caminos del mundo, siguiendo las huellas de los gigantes que nos han precedido en la certeza de que no estamos solos, de que nunca estaremos solos».

«[…] Fue un extraordinario educador para numerosos jóvenes que, a través de él, novel sacerdote, fueron introducidos en el camino de una fe concreta, testimoniada, vivida en cada instante de la vida».

«[…] un gran testigo de la fe, un gran hombre de oración, un guía seguro para la Iglesia en tiempos de grandes cambios».

«[…] Quedan impresas en la memoria de quienes hemos vivido los años de su largo y fecundo pontificado su gran pasión por lo humano, su apertura, su búsqueda del diálogo con todos, su determinación a hacer todo lo posible por detener las guerras, su propensión a ir al encuentro de todos y a abrazar a todos los que sufren».

«[…] la Iglesia de los mártires detrás de la cortina de hierro encontró una voz».

«[…] Huérfano de madre, vive el drama de la muerte de su hermano muy querido, y luego de su padre. Cuando ingresó al Seminario clandestino de Cracovia, había perdido a todos sus parientes cercanos. Vivió su entrega total a Dios y a su Iglesia en un momento en el que muchos de sus amigos habían muerto durante la guerra»

«[…] Muchas veces, en el transcurso de mi vida de sacerdote y de obispo, lo he mirado a él, pidiendo en mis oraciones el don de ser fiel al Evangelio como él nos lo mostraba».

         Me viene a la mente ahora un momento imborrable vivido con él, que me ha marcado profundamente. 
         Fue durante la vigilia con los jóvenes en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Pinochet estaba todavía en el poder. El Estadio había sido un lugar de terror, tortura y muerte. Muchos habían abogado para que el papa hiciera un gesto de reparación, de purificación de la memoria. Y así fue: el papa besó la tierra del estadio en señal de reparación. No se trataba de un gesto banal o sencillo, pues la sociedad chilena estaba entonces muy dividida entre sostenedores y contrarios al régimen. Algunos grupos extremistas había falsificado entradas para poder acceder al estadio. Lo habían pensado bien. De hecho, llegaron muy temprano, antes de que los organizadores pudieran sospechar nada (cientos de jóvenes con entrada se quedaron fuera, obviamente), y se situaron justo detrás del escenario desde donde debía hablar el papa. Apenas éste ingresó al estadio comenzaron a gritar consignas políticas, en un intento de politizar el acto. No cejaban en su empeño, ni siquiera cuando el papa empezó a proclamar su homilía. Poco antes se había leído el evangelio de la hija de Jairo. El papa hablaba con calma. Las consignas continuaban, entre los silbidos de la mayoría de los presentes. Como ese gran actor que era (en el sentido específico de la palabra), en un determinado momento bajó a voz hasta dejarla en casi un susurro. Las proclamas cesaron como por encanto. El papa continuó siempre a voz muy baja, aunque perfectamente audible para todo el estadio. Yo estaba en la gradería opuesta al escenario. Detrás de nosotros había una imagen gigantesca de Cristo. De repente, el papa alza la voz y, señalando la imagen de Cristo, grita con voz de trueno: “no tengáis miedo de mirarlo a Él”. Todos temblamos de estupor. La noche había calado sobre el estadio, ahora sumergido en una atmósfera divina. Los extremistas habían enmudecido del todo y no volvieron a escucharse. En ese momento, comprendí que un gran leader no es aquel que hace gritar a las masas sino aquel que es capaz de hacerlas enmudecer. 

         Juan Pablo II tenía eso: te llevaba a lo profundo de ti para que te encontraras con el Señor. “No tengáis miedo de mirarlo a Él” se ha quedado grabado en mi corazón para siempre.

giovedì 14 maggio 2020

Jornada de oración y ayuno

Hoy copio aquí lo que he mandado al programa televisión "Cristo Visión" de Colombia para la jornada de oración y ayuno de este 14 de mayo. Son mis respuesta a 4 preguntas que me hicieron


"1.- Supe que el Movimiento de los Focolares, del cual Ud. es copresidente, adhirió de inmediato al deseo del Papa de hacer esta jornada de oración, ayuno y caridad. ¿Por qué? ¿Qué los movió a una respuesta así? ¿Y de qué modo han manifestado esa adhesión?

Nos ha movido el mismo espíritu con el que adherimos desde el primer momento al llamado que el papa y el Imán de Al-Azhar hicieron en  Abu Dhabi el 4 de febrero de 2019, con el documento sobre “La Fraternidad Universal, Por La Paz Mundial y la Convivencia Común”, a impulsar todo tipo de iniciativas concretas y de profundización académica de este gran concepto de la fraternidad, decisivo para esta época de la historia, más aún en la circunstancia actual de la pandemia que padecemos. Todo aquello que favorezca el camino de la unidad en la línea del testamento de Jesús «Qué todos sean uno» (Jn 17,21) encontrará al Movimiento de los Focolares en primera línea, dado que esta oración es el concentrado del carisma que lo anima. 

Hemos manifestado públicamente nuestra adhesión con un comunicado oficial de la presidente del Movimiento, María Voce, en el cual recuerda que «la actual pandemia ha marcado un punto sin vuelta atrás: nos salvamos sólo mirando al bien común, no al bien del uno o del otro, no a los intereses de una parte o de la otra sino al bien común» Y ha añadido: «Somos una gran familia, formada por cristianos, fieles de distintas tradiciones religiosas, junto a personas sin una precisa referencia de fe. Animo a todos a vivir la jornada del próximo jueves 14 de mayo en un espíritu de oración –según la respectiva fe y tradición– de ayuno y compromiso concreto en la ayuda a quien nos está al lado, sobre todo a los más débiles y marginados» María Voce ha instado a poner en juego la creatividad en cada comunidad del Movimiento en todo el mundo para responder a este llamado, siempre en conformidad con las disposiciones vigentes, y en espíritu de verdadera y efectiva fraternidad. 

2.- Esta es una jornada que vivimos junto a personas de todos los credos religiosos y sin ellos. ¿Cómo ustedes trabajan en este campo y porqué? Aquí en América Latina cuesta trabajar en comunión con los demás cristianos, ¿tienes alguna idea para ir adelante en este proceso de trabajar juntos por un mundo más fraterno?

La experiencia del Movimiento de los Focolares en el campo del diálogo interreligioso se cuenta ya por decenios. Tuvo un momento de aceleración hacia finales de los años 70 cuando algunos líderes religiosos de todo el orbe expresaron a Chiara Lubich sentirse interpelados, desde su propia tradición religiosa, por el llamado a la unidad que ella hacía. Desde entonces se han multiplicado los contactos personales y los simposios o congresos con budistas, musulmanes, siks, exponentes del hinduismo, hebreos, etc. Con muchos de ellos, tras años de practicar el conocimiento mutuo y el amor recíproco, hay ya algo más que una relación de diálogo y se trabaja en comunión para llevar el espíritu de la fraternidad a las respectivas tradiciones religiosas. 

El fundamento de todo fue desde el principio la práctica de la regla de oro que existe en todas las religiones: «haz al otro lo que quisieras que el otro hiciera contigo», si queremos formularla en positivo. Chiara Lubich, sobre esta base, propuso además el arte de amar, con los siguientes puntos principales: ver en el otro a un hermano, ser los primeros en amar, amar al enemigo, hacerse uno con todos, vivir el otro.

El diálogo y la unidad es difícil en todas partes, no sólo en América Latina. Paradójicamente como dice un autor, mientras se difunde la llamada globalización y se habla continuamente de multiculturalidad, la cruda y terca realidad es que nuestros prejuicios hacia los demás crecen exponencialmente. Viajamos de un lado para otro con nuestra maleta cargada de ellos. Yo siempre digo que si, en vez de un detector de metales, hubiera un detector de prejuicios en los controles de seguridad de los aeropuertos nadie los pasaría. En definitiva, hemos perdido de vista que todos somos hijos de un mismo Padre y por lo tanto hermanos entre nosotros. La verdad, por lo demás, es un concepto relacional: es una sola, pero nadie la posee, sino que ella nos posee a nosotros, y por lo tanto todos participamos de alguna manera en la verdad y por eso la participación del otro en la verdad me completa. La doctrina cristiana posee ese principio maravilloso de las semillas del Verbo que están diseminadas por todas las culturas, incluidas las no cristianas. El Concilio Vaticano II lo puso de relieve con fuerza. El ser humano es un ser relacional (eso significa ser persona) que no se construye desde el principio del “yo” absoluto, individual, sino desde el “nosotros”. Solo el “nosotros” personaliza trasfigurando el “yo”. Jesús de Nazaret cuando afirma: “quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,7) nos está diciendo en qué consiste ser persona: vivir en el amor proyectados hacia el otro.  La reciprocidad es un imperativo esencial y ético del ser humano. Hay que practicarla con generosidad, altruismo, entrega, sacrificio. Como consejo: el arte de amar.

3.– ¿Qué conclusiones ha sacado usted de esta crisis que estamos enfrentando como humanidad? ¿Saldrá algo positivo? Y, ¿cómo podemos mantener y potenciar lo positivo? 

He dicho y escrito en múltiples ocasiones durante estos meses que, a mi modo de ver, éste es un tiempo de dolor, inmenso dolor, y gracia. 

Dolor, evidentemente, a causa de todos aquellos que nos han dejado, cercanos y lejanos, familiares, amigos, vecinos, y por la cantidad de gente que sigue sufrimiento en los hospitales y en las casas. Dolor por la forma en que muchos han muerto: lejos de sus seres queridos, no pocos en total abandono. Dolor por los que están ya atravesando penurias de todo tipo a causa de la falta de trabajo, de asistencia sanitaria adecuada, por el futuro incierto. Dolor por la incapacidad que muchos han mostrado de dejar atrás rivalidades políticas o de cualquier tipo, intereses personales y demás, para servir al bien común. Esto también ha sido muy doloroso. 

Gracia, por muchas razones. En primer lugar, este tiempo nos ha puesto bruscamente frente a lo que somos en realidad, es decir, frente al espejo de nuestra fragilidad y vulnerabilidad como creaturas. No somos, ni individual ni socialmente esos seres omnipotentes que corren sin límites por la vía del progreso infinito. Ha bastado un simple organismo a-celular para desbaratar nuestros sueños de grandeza. La pandemia ha confundido el idioma del progreso tecnológico infinito y hemos tenido que abandonar nuestra  torre de Babel. En efecto, hemos llegado a la luna, pensamos que podríamos incluso habitar planetas diferentes del nuestro, la inteligencia artificial se encamina a resolver casi todos nuestros problemas, a elevar a cotas inéditas nuestro potencial creativo; y, sin embargo, en materia sanitaria estamos reviviendo las pestes que nuestros antepasados medievales sufrieron en medio del terror, con la misma incapacidad de comprensión y resolución eficaz del problema. No cabe duda de que este brusco desmoronamiento ha abierto un espacio a la reflexión, a la compasión y a la transcendencia. Nos ha hecho descubrir la corporeidad como principio de relación, interpersonal y social. Nos ha hecho meditar profundamente acerca del destino de esta nuestra condición corpórea y por lo tanto nos ha puesto frente al gran enigma de la vida y de la muerte. Ha sido y es, por ello mismo, una gran oportunidad para anunciar la verdad del cristianismo como una visión de sentido completo: Un Dios amor que se hace hombre, se encarna en un cuerpo mortal, sufre el martirio (el climax de toda enfermedad, entendida como disgregación física), muere y resucita con un cuerpo glorioso, non sin antes habiéndonos dado su propio cuerpo y su propia sangre como alimento, prenda de una vida eterna en la cual traspasaremos los límites de nuestra corporeidad terrenal para formar en Él un solo cuerpo glorioso. La cruda experiencia de nuestra fragilidad, en esta pandemia, es una oportunidad única para ponernos frente a la Revelación y descubrir en ella el libro de la vida, una fuente inagotable de sentido. 

En segundo lugar, la crisis que vivimos pone en evidencia, quizás como nunca, el gran tema de la dignidad humana. Este momento es particularmente propicio para hacerla emerger no en forma teórica, como tantas veces lo hemos hecho, con declaraciones y manifiestos, sino en forma práctica y en todo su alcance ético. Un filósofo español define la dignidad como “lo que estorba”. ¿Qué significa esto? Significa que la dignidad del ser humano es esa nota nuestra que estorba, por supuesto, “a la comisión de iniquidades y vilezas”, pero también y quizás con más fuerza si cabe al progreso material y técnico desmedido; esa nota que nos abre los ojos frente a los que no sirven, los inútiles, los ancianos, los enfermos, los sobrantes, los que quedan en la cuneta de la historia. ¡Cuántos de ellos hemos visto en estas semanas! ¡Cuánta gente ha muerto sólo porque pertenecía a la categoría de los sobrantes! Me refiero a los ancianos, muchas veces abandonados en los asilos. Me refiero a los homeless de las grandes metrópolis. «Si en la tradición -dice el mencionado filósofo- la dignidad ha sido representada principalmente como una perfección, ahora vemos cómo su significado se amplía para comprender también la imperfección humana, donde muchas veces se hace notar con más potencia y plasticidad aún»Por fortuna, poco a poco, la crisis que vivimos nos está devolviendo a la conciencia de que “imperfectos” somos todos, al menos desde el punto de vista de la resistencia al ataque de un virus. Esto es ya una conquista. En definitiva, este es un tiempo propicio para la dignidad, para construir una sociedad cimentada en este gran valor. Cada uno de nosotros podrá cambiar su manera de ver al otro. Si nos queda un mínimo de conciencia, cada vez que nos encontremos con uno de esos que “estorba” recibiremos la bofetada de la dignitas humana y haremos algo, aunque sea pequeño. Porque, estamos descubriendo, paradójicamente, que el contacto con la fragilidad es el camino más derecho para enaltecer la gran dignidad del ser humano. Y –lo sabemos de sobra– para un cristiano detrás de la dignidad de cada ser humano se esconde el rostro de Cristo. Cuando ese rostro es un rostro sufriente se convierte en un llamado y en un imperativo ético improrrogable. 

En tercer lugar, la crisis ha reflejado inequívocamente que vivimos en un mundo enfermo, el virus más letal no es el covid19, es otro de tipo antropológico y social. Es estructural. Por eso, mientras esperamos la vacuna que nos proteja, tenemos que poner las bases de un nuevo humanismo integral.  Habrá que iniciar a transformar muchas estructuras sociales para ponerlas al servicio de esa gran tarea que es la dignidad humana. Habrá que cambiar parámetros de desarrollo y, sobre todo, mentalidades. Habrá que estipular reglas éticas de carácter inequivocable. Habrá que profundizar en todos los campos del saber. Se hará necesario un gran pacto educativo mundial y una gran alianza cultural y religiosa. 

4.- Ustedes son los de la unidad. ¿Se puede vivir la unidad en estos tiempos, precisamente cuando estamos llamados al distanciamiento?

Mi experiencia personal es que he vivido la unidad quizás como nunca en este tiempo: con gente cercana y lejana, con personas de todas las generaciones. Se han interesado por mí alumnos que tuve hace casi 40 años cuando eran adolescentes. Y del mismo modo yo he podio contactar a gente con la que no hablaba en años. He vivido encerrado, pero con el alma abierta abierta y el computer encendido. A través de él no llegaban a mí mensajes escritos o visuales sino personas vivas. Con la SMU de los jóvenes del Movimiento de los Focolares, además, hemos vivido una experiencia de “qué todos sean uno” extraordinaria. La unidad es una realidad mística, que va más allá del espacio y del tiempo. Es escatológica, llegará al final de los tiempos, pero la anticipamos ya aquí con estas experiencias de reciprocidad plena, presidida por el amor. Son experiencias fuertes precisamente porque son corpóreas, dado que el cuerpo, no lo olvidemos, no es sólo el organismo, sino sobre todo aquello que nos hace presentes y reconocibles a los demás, más allá de la realidad física. 

Ahora quisiera terminar con una oración. Aquí en Europa estamos en pleno mes de María. María que es madre de la Iglesia y madre de la humanidad. Ella nos envuelve más que nunca con su manto de ternura, de amor y nos conduce a su Hijo y al Padre en el Espíritu. Ella nos restituye nuestra dignidad de hijos y nos ayuda a construir una sociedad nueva, el Reino de Dios.
Ave María..."

martedì 12 maggio 2020

Las preguntas de Dios

En el mes de marzo del presente, mons. Daniel Libanori, obispo auxiliar de Roma para el sector centro, envió una carta a sus párrocos que ha sido publicada por la Civiltà Cattolica. Se trata de un texto intenso, de gran contenido sapiencial. En mí ha suscitado múltiples reflexiones. Escribo algunas de ellas.

         Una de las cosas que más me ha impresionado es lo que sostiene acerca de las preguntas de Dios. En tiempos como los que estamos viviendo solemos hacerle nosotros preguntas a Dios: «¿por qué tanto sufrimiento?, ¿por qué no hablas?, ¿por qué no actúas?». Mientras preguntamos a Dios, hacemos oídos sordos a las preguntas que Él nos está haciendo durante esta crisis. Sus preguntas son el rostro de los muertos y enfermos, el abandono de los ancianos, las desigualdades insoportables, la pobreza crónica de ciertos sectores sociales, la soberbia del progreso técnico y material, la corrupción, los desvaríos morales. Estas son las preguntas de Dios. Dios, por tanto, no guarda silencio. Por el contrario, nos está preguntando. Y actúa a través de quienes escuchan sus preguntas y se mueven, hacen algo: se comprometen,  consuelan, trabajan, se entregan. 

         Dios nos invita –dice mons. Libanori– a pensar diversamente y más en profundidad. En realidad, nos incita a tener el pensamiento de Cristo y un solo conocimiento: «no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo y éste crucificado» (1 Cor 2,2). Este es el único saber a la altura de los tiempos. Y el único anuncio posible. El mundo tiene necesidad de escuchar un mensaje serio de parte nuestra y no exhortaciones buenistas, edulcoradas, fácilmente asimilables por una sociedad falta de tensión espiritual.

         Una parte magnífica de la carta es la dedicada a la torre de Babel (Gen 11,4ss). Traduzco unos párrafos: «Según el relato bíblico, los hombres son representados de una manera similar a los hebreos esclavos en Egipto. Aquí fabrican ladrillos para construir la torre, no han sido obligados, como los hijos de Abraham, lo deciden ellos solos. El proyecto para el cual trabajan se refiere a la construcción de una torre para “hacerse un nombre”, es decir para darse la estabilidad propia de un sistema bien articulado y eficiente. Los hombres hablan el mismo idioma y son concordes en un proyecto; se intuye que no se trata de un pueblo sino de una masa: la diversidad se ha sacrificado a favor de la uniformidad. La unidad para sentirse seguros se busca en la homologación, no en la comunión. Con el derrumbe de la torre, los hombres son devueltos al límite estructural de la condición humana, pero también a las originalidades subjetivas. Perdiendo la unidad al precio de la sumisión a una sola cultura (lengua, proyecto), pueden recuperar sus diferencias y riquezas y el espacio de la libertad. Los hombres podrán encontrar la seguridad no en la sumisión sino en la alianza entre ellos»

         Para el autor, esa empresa (la construcción de la torre) es el proyecto del progreso tecno-científico de las sociedades occidentales, con la servidumbre imprescindible de sistemas políticos y financieros. La empresa, la “torre”podría ser también –a mi modo de ver– el proyecto globalizador dirigido por los poderes hegemónicos del mundo que nos impone una sola manera de pensar y de vivir. 

         Y bien, esa soberbia construcción se ha derrumbado de golpe, o al menos ha mostrado todas sus falencias. Es una oportunidad única para la alianza, la comunión y una verdadera unidad en la diversidad y en la dignidad que no deje sobrantes; sin parias ni excluidos, sin poderes hegemónicos, invisibles pero letales (estamos viendo hasta qué punto hay cosas invisibles que lo son). Es un Kairós  que no podemos desaprovechar. 

         Mons. Libanori, hacia el final de la carta, afirma que en la prueba se perfilan y desvelan los pensamientos de los corazones. De esos pensamientos tenemos más necesidad que nunca.  Brotan de una fe purificada en la prueba. La de todos nosotros en estas instancias. La fe de los sencillos, de los pobres, de tanta gente que se deja la piel día a día sin hacer ruido, sin estrépito. Los pensamientos del corazón son la sabiduría que surge del amor vivido y compartido.