martedì 12 maggio 2020

Las preguntas de Dios

En el mes de marzo del presente, mons. Daniel Libanori, obispo auxiliar de Roma para el sector centro, envió una carta a sus párrocos que ha sido publicada por la Civiltà Cattolica. Se trata de un texto intenso, de gran contenido sapiencial. En mí ha suscitado múltiples reflexiones. Escribo algunas de ellas.

         Una de las cosas que más me ha impresionado es lo que sostiene acerca de las preguntas de Dios. En tiempos como los que estamos viviendo solemos hacerle nosotros preguntas a Dios: «¿por qué tanto sufrimiento?, ¿por qué no hablas?, ¿por qué no actúas?». Mientras preguntamos a Dios, hacemos oídos sordos a las preguntas que Él nos está haciendo durante esta crisis. Sus preguntas son el rostro de los muertos y enfermos, el abandono de los ancianos, las desigualdades insoportables, la pobreza crónica de ciertos sectores sociales, la soberbia del progreso técnico y material, la corrupción, los desvaríos morales. Estas son las preguntas de Dios. Dios, por tanto, no guarda silencio. Por el contrario, nos está preguntando. Y actúa a través de quienes escuchan sus preguntas y se mueven, hacen algo: se comprometen,  consuelan, trabajan, se entregan. 

         Dios nos invita –dice mons. Libanori– a pensar diversamente y más en profundidad. En realidad, nos incita a tener el pensamiento de Cristo y un solo conocimiento: «no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo y éste crucificado» (1 Cor 2,2). Este es el único saber a la altura de los tiempos. Y el único anuncio posible. El mundo tiene necesidad de escuchar un mensaje serio de parte nuestra y no exhortaciones buenistas, edulcoradas, fácilmente asimilables por una sociedad falta de tensión espiritual.

         Una parte magnífica de la carta es la dedicada a la torre de Babel (Gen 11,4ss). Traduzco unos párrafos: «Según el relato bíblico, los hombres son representados de una manera similar a los hebreos esclavos en Egipto. Aquí fabrican ladrillos para construir la torre, no han sido obligados, como los hijos de Abraham, lo deciden ellos solos. El proyecto para el cual trabajan se refiere a la construcción de una torre para “hacerse un nombre”, es decir para darse la estabilidad propia de un sistema bien articulado y eficiente. Los hombres hablan el mismo idioma y son concordes en un proyecto; se intuye que no se trata de un pueblo sino de una masa: la diversidad se ha sacrificado a favor de la uniformidad. La unidad para sentirse seguros se busca en la homologación, no en la comunión. Con el derrumbe de la torre, los hombres son devueltos al límite estructural de la condición humana, pero también a las originalidades subjetivas. Perdiendo la unidad al precio de la sumisión a una sola cultura (lengua, proyecto), pueden recuperar sus diferencias y riquezas y el espacio de la libertad. Los hombres podrán encontrar la seguridad no en la sumisión sino en la alianza entre ellos»

         Para el autor, esa empresa (la construcción de la torre) es el proyecto del progreso tecno-científico de las sociedades occidentales, con la servidumbre imprescindible de sistemas políticos y financieros. La empresa, la “torre”podría ser también –a mi modo de ver– el proyecto globalizador dirigido por los poderes hegemónicos del mundo que nos impone una sola manera de pensar y de vivir. 

         Y bien, esa soberbia construcción se ha derrumbado de golpe, o al menos ha mostrado todas sus falencias. Es una oportunidad única para la alianza, la comunión y una verdadera unidad en la diversidad y en la dignidad que no deje sobrantes; sin parias ni excluidos, sin poderes hegemónicos, invisibles pero letales (estamos viendo hasta qué punto hay cosas invisibles que lo son). Es un Kairós  que no podemos desaprovechar. 

         Mons. Libanori, hacia el final de la carta, afirma que en la prueba se perfilan y desvelan los pensamientos de los corazones. De esos pensamientos tenemos más necesidad que nunca.  Brotan de una fe purificada en la prueba. La de todos nosotros en estas instancias. La fe de los sencillos, de los pobres, de tanta gente que se deja la piel día a día sin hacer ruido, sin estrépito. Los pensamientos del corazón son la sabiduría que surge del amor vivido y compartido.
         

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