Centenario del nacimiento de Juan Pablo II. La verdad que no me acostumbro a llamarle San Juan Pablo II. No porque no lo vea santo, al contrario. Lo que ocurre es que lo he sentido siempre tan cercano que lo de “san” me suena casi postizo, como si me lo hubieran cambiado. Su santidad, por lo demás, no deja lugar a dudas: su vida, su compromiso con la justicia y la verdad, la soportación de la enfermedad y su forma de morir son la mejor prueba.
Tengo entre mis manos el libro que, con ocasión del Centenario ha editado la Librería Editrice Vaticana. El prefacio es de papa Francisco, que, escribiéndolo, ha querido rendir homenaje a este gigante del siglo XX. A continuación, transcribo algunos de los párrafos más significativos.
«[Juan Pablo II] ha sido un ejemplo de cómo se puede marchar feliz, pese a las dificultades, por los caminos del mundo, siguiendo las huellas de los gigantes que nos han precedido en la certeza de que no estamos solos, de que nunca estaremos solos».
«[…] Fue un extraordinario educador para numerosos jóvenes que, a través de él, novel sacerdote, fueron introducidos en el camino de una fe concreta, testimoniada, vivida en cada instante de la vida».
«[…] un gran testigo de la fe, un gran hombre de oración, un guía seguro para la Iglesia en tiempos de grandes cambios».
«[…] Quedan impresas en la memoria de quienes hemos vivido los años de su largo y fecundo pontificado su gran pasión por lo humano, su apertura, su búsqueda del diálogo con todos, su determinación a hacer todo lo posible por detener las guerras, su propensión a ir al encuentro de todos y a abrazar a todos los que sufren».
«[…] la Iglesia de los mártires detrás de la cortina de hierro encontró una voz».
«[…] Huérfano de madre, vive el drama de la muerte de su hermano muy querido, y luego de su padre. Cuando ingresó al Seminario clandestino de Cracovia, había perdido a todos sus parientes cercanos. Vivió su entrega total a Dios y a su Iglesia en un momento en el que muchos de sus amigos habían muerto durante la guerra».
«[…] Muchas veces, en el transcurso de mi vida de sacerdote y de obispo, lo he mirado a él, pidiendo en mis oraciones el don de ser fiel al Evangelio como él nos lo mostraba».
Me viene a la mente ahora un momento imborrable vivido con él, que me ha marcado profundamente.
Fue durante la vigilia con los jóvenes en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Pinochet estaba todavía en el poder. El Estadio había sido un lugar de terror, tortura y muerte. Muchos habían abogado para que el papa hiciera un gesto de reparación, de purificación de la memoria. Y así fue: el papa besó la tierra del estadio en señal de reparación. No se trataba de un gesto banal o sencillo, pues la sociedad chilena estaba entonces muy dividida entre sostenedores y contrarios al régimen. Algunos grupos extremistas había falsificado entradas para poder acceder al estadio. Lo habían pensado bien. De hecho, llegaron muy temprano, antes de que los organizadores pudieran sospechar nada (cientos de jóvenes con entrada se quedaron fuera, obviamente), y se situaron justo detrás del escenario desde donde debía hablar el papa. Apenas éste ingresó al estadio comenzaron a gritar consignas políticas, en un intento de politizar el acto. No cejaban en su empeño, ni siquiera cuando el papa empezó a proclamar su homilía. Poco antes se había leído el evangelio de la hija de Jairo. El papa hablaba con calma. Las consignas continuaban, entre los silbidos de la mayoría de los presentes. Como ese gran actor que era (en el sentido específico de la palabra), en un determinado momento bajó a voz hasta dejarla en casi un susurro. Las proclamas cesaron como por encanto. El papa continuó siempre a voz muy baja, aunque perfectamente audible para todo el estadio. Yo estaba en la gradería opuesta al escenario. Detrás de nosotros había una imagen gigantesca de Cristo. De repente, el papa alza la voz y, señalando la imagen de Cristo, grita con voz de trueno: “no tengáis miedo de mirarlo a Él”. Todos temblamos de estupor. La noche había calado sobre el estadio, ahora sumergido en una atmósfera divina. Los extremistas habían enmudecido del todo y no volvieron a escucharse. En ese momento, comprendí que un gran leader no es aquel que hace gritar a las masas sino aquel que es capaz de hacerlas enmudecer.
Juan Pablo II tenía eso: te llevaba a lo profundo de ti para que te encontraras con el Señor. “No tengáis miedo de mirarlo a Él” se ha quedado grabado en mi corazón para siempre.
...gracias por traer y poner en luz la vida de este gran Santo en estos tiempos!
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