Ayer celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor. Siempre me ha gustado mucho este misterio de la vida de Cristo. Reconozco que hay algo que lo tiñe de tristeza, ese algo que rodea a toda despedida, sobre todo si se trata de dejar a aquellos a los que amamos. El desapego es siempre una prueba, por más que sea tan connatural a la existencia humana. En realidad, nos pasamos la vida despidiéndonos. Yo no termino de acostumbrarme. A veces pienso que padezco un síndrome de alejamiento o de apartamiento, no sé cómo llamarlo, y por eso cada despedida es siempre un desgarro, como si algo se muriera dentro. Cuando era un niño, cada lunes, muy de madrugada, partía de casa, en el campo, para alcanzar la capital y pasar allí la semana con mis tíos, mientras estudiaba en el colegio de los Sagrados Corazones del madrileño barrio de la Concepción. Los viernes por la tarde regresaba de nuevo para pasar el fin de semana con mis padres. Es por eso por lo que amo tanto los viernes y odio tanto las tardes de domingo.
También los discípulos sintieron el desgarro de la ascensión del Señor, su despedida. Pero hay algo que diferencia este momento de todo lo que nosotros experimentamos durante nuestra vida. Jesús trata de explicárselo a los apóstoles en los llamados discursos de adiós, referidos en el evangelio de Juan. Transcribo algunos versículos:
«No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes». (Jn 14, 1-3).
«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto». (Jn 15, 9-11).
Jesús vuelve al Padre para prepararnos un lugar. Es reconfortante. Sabemos, pues, cuál es nuestro destino: un lugar preparado por Cristo junto al Padre. En realidad, ese lugar es el mismo Cristo, ya que la nueva existencia que el nos regalará consistirá en ser “uno en él”, un solo cuerpo.
Mientras tanto, lo único que debemos hacer es permanecer en su amor. Este es el camino del gozo, aún más: de la perfección del gozo.
Y es aquí donde se manifiesta la diferencia a la que antes aludía. Si de lo que se trata es de permanecer en “su amor”, entonces su ascensión no significa que se haya ido. Jesús, en realidad, no se va, sino que permanece de una forma incluso más honda. Lo dice en los versículos siguientes:
«Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7).
El Paráclito es el Espíritu, su Espíritu, aquel que lo une indisolublemente al Padre y que nos quiere donar para que también nosotros entremos en esa divina relación de unidad.
La fiesta de la ascensión es, pues, la fiesta de la presencia de Jesús en medio de nosotros, en el trascurso de la historia. Jesús se va para poder quedarse, superando los límites espacio-temporales de su condición terrena. He aquí la maravillosa paradoja de esta solemnidad.
Ayer, durante el Regina Coeli, el papa anunció la celebración de un año dedicado a la Laudato sí, a los cinco años de su publicación. Será todo un año para reflexionar y promocionar acciones concretas a favor de la “casa común”. La LS no es sólo un magistral documento de doctrina social; además de eso, es un concentrado de antropología cristiana fundamental. En efecto, cuidar la “casa común” es cuidar del ser humano de manera integral, sin descuidar ninguna dimensión. Lo estamos constatando en estos días. Los científicos han demostrado que el Covid19 se propaga con más facilidad en las ciudades afectadas por una gran contaminación ambiental. «Todo está conectado», afirma con fuerza el papa. Pensar hasta sus últimas consecuencias esa estructural conectividad de todas las cosas es una de las tareas de nuestro tiempo, uno de los aspectos más arduos y apasionantes de ese “repensar el pensamiento” del que nos habla el gran filósofo francés Edgar Morin. “Repensar el pensamiento” para salvar al hombre de las insidias de los reduccionismos de una sola dirección y redescubrir que la relación con la naturaleza, con los otros y con Dios, presidida por el respeto y el amor, es el camino para recomenzar después de este período turbulento.
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