La muerte sometió al Señor a través del cuerpo humano que él tenía; pero él, valiéndose de esta misma arma, venció a su vez a la muerte. La divinidad, oculta tras el velo de la humanidad, pudo acercarse a la muerte, la cual, al matar, fue muerta ella misma. La muerte destruyó la vida natural, pero fue luego destruida, a su vez, por la vida sobrenatural.
Como la muerte no podía devorar al Señor si éste no hubiese tenido un cuerpo, ni la región de los muertos hubiese podido tragarlo si no hubiese tenido carne humana, por eso vino al seno de la Virgen, para tomar ahí el vehículo que había de transportarlo a la región de los muertos. Allí penetró con el cuerpo que había asumido, arrebató sus riquezas y se apoderó de sus tesoros.
Llegóse a Eva, la madre de todos los vivientes. Ella es la viña cuya cerca había abierto la muerte, valiéndose de las propias manos de Eva, para gustar sus frutos; desde entonces Eva, la madre de todos los vivientes, se convirtió en causa de muerte para todos los vivientes.
Floreció luego María, nueva viña en sustitución de la antigua, y en ella habitó Cristo, la nueva vida, para que al acercarse confiadamente la muerte, en su continua costumbre de devorar, encontrara escondida allí, en un fruto mortal, a la vida, destructora de la muerte. Y la muerte, habiendo engullido dicho fruto sin ningún temor, liberó a la vida, y a muchos juntamente con ella.
El eximio hijo del carpintero, al levantar su cruz sobre las moradas de la muerte, que todo lo engullían, trasladó al género humano a la mansión de la vida. Y la humanidad entera, que a causa de un árbol había sido precipitada en el abismo inferior, alcanzó la mansión de la vida por otro árbol, el de la cruz. Y, así, en el mismo árbol que contenía el fruto amargo fue aplicado un injerto dulce, para que reconozcamos el poder de aquel a quien ninguna creatura puede resistir.
A ti sea la gloria, que colocaste tu cruz como un puente sobre la muerte, para que, a través de él pasasen las almas desde la región de los muertos a la región de la vida.
A ti sea la gloria, que te revestiste de un cuerpo humano y mortal, y lo convertiste en fuente de vida para todos los mortales.
Tú vives, ciertamente; pues los que te dieron muerte hicieron con tu vida como los agricultores, esto es, la sembraron bajo tierra como el trigo, para que luego volviera a surgir de ella acompañada de otros muchos.
Venid, ofrezcamos el sacrificio grande y universal de nuestro amor, tributemos cánticos y oraciones sin medida al que ofreció su cruz como sacrificio a Dios, para enriquecernos con ella a todos nosotros”.
Este es uno de los discursos pascuales más bellos jamás escritos. Es de San Efrén, diácono sirio, doctor de la Iglesia. Los juegos de palabras, las imágenes en contraposición no son retóricas, aunque tengan una gran calidad desde el punto de vista literario. Algunas ideas son particularmente significativas. Me detengo en ellas brevemente.
Jesús no habría podido derrotar a la muerte si no hubiera tenido un cuerpo. He aquí la sacralidad del cuerpo humano a los ojos De Dios. San Efrén nos dice, en una imagen de enorme eficacia, que Jesús vence a la muerte con el arma del cuerpo, la misma que utiliza la muerte para aniquilarnos. La Resurrección no es el logro de una espiritualización a-corporal de la persona, sino la plenitud de un cuerpo nuevo totalmente transfigurado y espiritualizado, pero siempre cuerpo.
La ironía del plan de Dios consiste en hacer que la muerte muera matando. Esto es muy de la visión joánica de la Revelación. Pero nada de ello hubiera sido posible sin la encarnación, crucifixión y muerte de Cristo. Es Él quien, aceptando la muerte, la arrastra a morir ella misma.
Jesús recibe su cuerpo de María, “la nueva viña en sustitución de la antigua” (Eva). A ella se acerca “confiadamente la muerte”, sin darse cuenta de que atacando habría liberado la vida, porque en María se escondía ya una nueva corporeidad, totalmente divinizada. .
El leño de la cruz se convierte, con el sacrificio de Cristo, en el puente a través del cual transitamos de la muerte a la vida. Jesús ha transformado todo sufrimiento en amor y nos invita a nosotros a hacer lo mismo, atravesando el puente de la Cruz.
No terminaremos nunca de agradecerle al Padre la misión del Hijo que nos ganó una vida nueva, plena y eterna, que podemos comenzar a experimentar ya desde ahora.
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