Todas las veces que he leído este versículo del evangelio de Mateo me he fijado en lo de “cansados y agobiados”, seguramente porque esto es lo que me más interpelaba en lo vivo. Esta vez, sin embargo, me ha impactado eso de “venid a mí”. Nunca como ahora me había dejado conmover por la ternura con la que Jesús se dirige a nosotros: “venid a mí”, “estoy aquí dispuesto a sanar tu dolor, que es mío porque ya me lo he cargado a las espaldas y lo he transformado en amor, un amor que quiero ahora verter en tu corazón quebrantado, cansado, angustiado. Aquí estoy, sólo tienes que tomar la decisión de venir a esta fuente de misericordia infinita que es mi corazón; yo te haré sentir la ternura del Padre y el aliento restaurador del Espíritu. Ven a mí, no esperes más”.
Cada uno de nosotros podría decir esto mismo frente al hermano que sufre: “ven a mí que quiero hacer mío tu dolor, que quiero compartirlo para juntos ofrecérselo al Padre”. Lo podemos hacer porque nuestra vocación como cristianos es actualizar en nuestra vida los gestos y las palabras de Jesús, ciertamente a nuestra medida. Pienso en la cantidad de gente que en estos días, en esta misma hora, le está diciendo a un enfermo, casi siempre desconocido, con el que no le une ningún lazo de parentesco o amistad: “ven a mí que voy a hacer lo posible por aliviar tu sufrimiento”. Hace un rato hablé con una persona que ayer pasó un mal rato a causa de una repentina bajada de presión y unos dolores intestinales. No es una persona precisamente joven de edad. Cuando la llamé, su médico de cabecera, con el que había hablado por teléfono el día anterior, se estaba despidiendo después de haberse presentado en la casa sin avisar. Nadie lo había llamado, vino él solo, por iniciativa propia. Estos son los Jesús de hoy que se pasan el día diciéndole a la gente que sufre: “ven a mí”.
El gran sacerdote y pensador jesuita, F. Varillón, tenía un lema de vida que a menudo me repito a mí mismo: “una mano sobre la belleza del mundo, la otra mano sobre el dolor del mundo, y los dos pies sobre el deber del momento presente”. ¡Cuánta verdad y cuánta actualidad en estas sencillas palabras! Hoy en día no se puede vivir una vida éticamente digna sin poner una mano sobre el dolor del mundo. No se trata de hacer actos heroicos. De hecho, Varillón habla de tener los pies anclados en nuestro deber del momento presente. Por lo tanto, tenemos que seguir haciendo lo que debemos hacer, pero con una mano sobre el dolor del mundo. Cada cual tiene que encontrar las formas y los tiempos. Llegará el momento en el cual nos podremos comprometer con las transformaciones necesarias que habrá que poner en marcha para ir al encuentro del dolor del mundo a la grande. Entonces, nuestra mano formará junto a tantas otras, millones de manos, una solo mano sobre el dolor del mundo. Pero siempre sin descuidar el deber proprio, para no caer en ideologías estériles.
Y cuando se tiene tendida una mando sobre el dolor del mundo, se descubre la auténtica belleza. La otra mano no tiene siquiera que buscarla, resplandece sola. Porque no hay nada más bello que el amor y éste encuentra su tierra fértil en el dolor consumado y ofrecido.