Comunico hoy algunas cosas dispersas, sin aparente ilación, excepto la correspondencia que tienen con mi alma, con lo que vivo en este momento.
Estamos en el corazón de este tiempo de pascua. Las lecturas que la liturgia de la Iglesia propone (misa, liturgia de las horas) nos hablan de escatología, es decir, de un tiempo definitivo que ha comenzado a cumplirse en la historia. El libro del Apocalipsis que encontramos diariamente en el oficio de lectura de la liturgia de las horas es el texto escatológico por excelencia. De difícil interpretación, sin embargo se lee con gusto y te deja pensando. Lo que más me toca es esa suerte de confrontación con la verdad a la que nuestra vida está abocada inexorablemente y que traspasa el libro entero. Aquí la verdad no tiene nada que ver con algo especulativo, con postulados racionales. No se trata de eso, tan occidental, por lo demás. La verdad del apocalipsis es la verdad bíblica, el designio de Dios plenamente desvelado en la realidad del “cordero degollado”, el primero y el último, el que posee las llaves de la muerte y del infierno (Ap 1,17); él es el único digno de tomar el libro de la vida y de la historia y de abrir sus sellos (5,9). El vidente lloraba mucho porque no se encontraba a nadie capaz de abrir el libro (5,4). Las lágrimas del vidente son nuestras lágrimas frente al misterio del dolor y de la muerte, en definitiva, del mal. La luz no la encontraremos en una buena teoría o en el progreso de la ciencia, sino en la realidad de aquel que ha sido capaz de soportar el dolor y morir como nosotros. Él ha transformado el mal desde abajo, por decirlo de alguna manera, venciéndolo desde la kénosis (abajamiento) más absoluto, porque se trata del mismo Dios. Tanta gente, en estos días, se une al sacrificio del cordero inmolado por amor. Ellos se conectan con todos los perdedores de la historia, esos que son un grito vivo y de máxima elocuencia en contra de la prepotencia de los poderosos y los soberbios, en todos los órdenes de la vida. Toda esta visión, grandiosa y luminosa a la vez, me lleva a cultivar en mí la compasión (ya he dicho como la entiendo), a comprometerme aún más en la lucha contra el sufrimiento, el mal y la injusticia.
En la pasión según san Juan (cf el libro de Ignace de la Potterie, que ya he mencionado) hay elementos simbólicos importantes que se descubren en la escena final de la crucifixión en el Gólgota. Uno de ellos es la túnica sin costuras que se rifan los soldados. Representa, en la visión joánica, la unidad de la Iglesia. El diálogo de Jesús con su Madre y el discípulo amado, nos dice, por otra parte, qué es la Iglesia para Juan: la Iglesia es María, madre. En estos días, el papa ha hablado de esa actitud antropológica tan profunda del “prendersi cura”, del cuidar del otro, del hermano que está a nuestro lado. Se trata de una actitud vital para la cual la mujer está preparada particularmente en todo su ser. La Iglesia, que es madre, está llamada a este “prendersi cura” del hombre, y esa vocación la puede cumplir sólo si está unida, si es esa túnica sin costuras que Jesús vestía y que se rifaron los soldados en el Gólgota.
Alguien me ha mandado el mensaje del 25 de abril que llega desde Medjugorje. No importa la relación que tengamos con este lugar, ni estamos obligados a creer en las apariciones. A mí, en estos momentos, me han tocado estas palabras de la Virgen en el susodicho mensaje: «no permitáis que las pruebas os endurezcan el corazón y que la oración sea como un desierto». Es verdad que el dolor crudo e incomprensible de las pruebas puede endurecer nuestro corazón. Aunque en estos momentos no vivo esta experiencia, comprendo que pueda suceder. Que la oración se convierta en un desierto me parece una imagen llena de significado. La oración debe ser una relación llena de calor y afecto con el Altísimo, un campo florido de excelso perfume y de belleza inusitada en la variedad de sus colores. No siempre es así, sobre todo porque somos torpes en custodiarla. No dejaré que se convierta en un desierto. Hay aquí una bella tarea.
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