De todo lo que dijo ayer el papa en el mensaje para el 50° de la jornada de la tierra me quedo con un concepto: armonía. Una hermosa palabra con múltiples aplicaciones en diferentes ámbitos de la realidad.
El diccionario etimológico nos dice que la raíz ar que compone la palabra tiene el sentido de adherir, unir, disponer. Muchas palabras contienen tal raíz, como, por ejemplo, aritmética o arte. En todas ellas encontramos el mismo sentido de un conjunto proporcionado o concordante, de algo conectado. En el arte, tal proporcionalidad es la que produce la belleza.
En el campo de las relaciones humanas, la armonía adquiere la connotación de “ir de acuerdo”, no necesariamente como algo superficial, sino en su significado más profundo. Por lo demás, “ir de acuerdo” no significa siempre pensar todos de la misma manera: se pueden tener ideas diferentes acerca de un determinado asunto sin, por ello, perder ese acuerdo esencial. Es más, yo diría que la capacidad de soportar esa diversidad de visiones es lo que revela, precisamente, la fortaleza del acuerdo. En definitiva, la armonía en las relaciones humanas se presenta como el acuerdo fundamental de lo diverso. La uniformidad, en efecto, no es armónica sino amorfa. La forma de las cosas la da la armonía, que consiste en la proporcionalidad de lo diverso. Por eso, el concepto de armonía encuentra, quizás, su máxima aplicación y expresión en el ámbito de la música.
El papa cuando se refiere a la crisis ecológica habla, pues, de una falta de armonía. Y ha dicho con fuerza que hemos sido nosotros los que hemos destruido el designio armónico del Creador, con nuestra acción destructiva, depredadora, devastadora, motivada fundamentalmente por ciegos intereses económicos o hedonísticos. Esta desarmonía en relación con el ambiente natural pone de manifiesto otra todavía más grave, pues se sitúa en la raíz del problema. Se trata de esa desarmonía que anida en el corazón del hombre, una desarmonía antropológica. Es por eso por lo que el papa emérito Benedicto XVI abogada por una ecología integral que no se centrara únicamente en los problemas del ambiente, sino que, además, tuviera en cuenta la raíz antropológica del problema. Son las malas relaciones entre nosotros, la desarmonía social, la que provoca la desarmonía ambiental. En esto, hay problemáticas que quedan desatendidas porque no son políticamente correctas, como por ejemplo la contradicción entre un ecologismo radical que convive fácilmente con políticas ultrapermisivas en el campo del aborto o de la concepción del final de la vida. No cabe duda de que provocar un aborto es introducir un elemento de desarmonía en el universo de la corporeidad humana. En este sentido, los millones de abortos que se practican todos lo años en el mundo representan un gigantesco drama de ecología humana.
La enfermedad es también una desarmonía: algo queda fuera de la proporcionalidad del cuerpo humano, algo no va de acuerdo con el sistema cuerpo y puede terminar con romperlo. Por eso cuando no estamos bien decimos: “estoy indispuesto”. Es como decir: he perdido la armonía corporal y no me siento bien. Sin embargo, esta falta de armonía física puede convivir en el hombre con esa otra armonía más honda que nos constituye como personas. Se puede sufrir (estar indispuestos, disarmónicos) en lo físico y conservar la armonía de la corporeidad personalizada que nos caracteriza. Sólo así me explico cómo algunas personas gravemente enfermas que he visitado últimamente trasmitían una belleza singular que me conmovía.
La armonía, pues, no es ausencia de dolor. El sufrimiento puede hacernos lograr una nueva armonía ya sea en el interior de nuestra estructura personal, ya sea en las relaciones interpersonales.
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