domenica 26 aprile 2020

conversión

Un tiempo de gracia es también, debe serlo, un tiempo de conversión. A ello he aludido, de alguna manera, anteriormente; hoy quiero centrarme más en ello. 
         Veo que pasan los días, las semanas, desde que estamos recluidos en casa a causa de la pandemia y, como no podía ser menos, la rutina va apoderándose de nuestros sentimientos, de la voluntad, de la inteligencia, incluso de la vida del espíritu. Es por eso, que hoy me pregunto: ¿le estoy sacando todo el partido que debiera a este tiempo de dolor y gracia? 
         Recuerdo con claridad que cuando todo comenzó me hice un propósito serio de conversión a todo nivel: en la vida práctica, en la relación con Dios y en las relaciones con los demás, en el cuidado atento de una multitud de cosas que antes desatendía, de manera particular en el contacto con los más solos y desvalidos. 
         Y bien, ha pasado el tiempo y, si bien es verdad que algo ha cambiado en mí, a veces me invade la sensación de que una sutil inercia se ha ido instalando dentro con el riesgo de volver paulatinamente, inadvertidamente, a “lo de siempre”. 
         Conversión significa, por el contrario, transformación radical. Si nos fijamos por un momento en la palabra, comprobamos que ella está compuesta de un prefijo con (junto o completamente), más versus (vuelto, girado hacia) y el sufijo sion (acción, efecto). Convertirse, pues, implica el efecto activo de algo que nos hace girar completamente en una nueva dirección. Por eso, como decía, sabe a transformación que, obviamente, indica algo que permanece y no algo pasajero. Si la conversión no alcanza esa verdadera transformación, ese giro radical sin vuelta, entonces no es verdadera conversión. Cuando la rutina o la dejadez se posesiona de los primeros impulsos de cambio, quiere decir que la conversión era, en realidad, algo débil, sin raíces, más ficticio que real. 
         Eso es precisamente lo que me preocupa en esta fase de la reclusión. Al final, terminamos acostumbrándonos a todo, incluso a los muertos. Ahora, lo que nos importa es el comienzo de la fase 2, en la cual podremos volver a hacer un mínimo de vida normal. Y retomaremos nuestras mezquindades, nuestros pequeños proyectos, nuestras rencillas, etc. Será muy triste si esto se verificase de verdad. Significaría que no hemos sabido aprovechar la gracia de este kairós (tiempo oportuno, tiempo de Dios), que no hemos logrado transformar la desgracia en gracia (Giovanni Gucci, s.j.) 
         Por todo ello, lo decisivo, a mi entender, es reaccionar inmediatamente contra la insidia de la rutina y la complacencia. En esto, hace falta un poco de sano ascetismo, de renuncia. A menudo se ha pensado que el ascetismo es una suerte de estrategia de ataque contra la corporeidad. Nada más lejos de la verdad, desde luego en el cristianismo. El ascetismo cristiano no va contra la corporeidad, como si ésta fuese un peligro para la vida del espíritu; al contrario, va a favor de la corporeidad en vistas de que pueda cumplir adecuadamente su rol de personalización. El ascetismo, bien entendido, no reprime la corporeidad, antes bien, la libera. Por eso, la visión cristiana de la vida rechaza tanto el espiritualismo como el materialismo a ultranza. 
         En segundo lugar, es fundamental redoblar el compromiso concreto de amor al prójimo, con todas aquellas acciones, pequeñas o grandes, que la creatividad nos sugiera. En esto, es muy importante no dejar pasar las ocasiones, no procrastinar, no dejar para “luego”, un “luego” que suele no volver nunca. Esa llamada a quien sabemos que está mal físicamente o a un anciano conocido hay que hacerla enseguida. Ese mensaje a quien ha perdido un familiar no puede esperar. Ese email a esa persona que nos viene a la mente, de la cual no sabemos nada desde hace años, nos espera hoy, en este instante. Proximidad, cercanía, en la medida de lo posible. 
         Ahora, a raíz de esta pandemia, sabemos mejor como están las cosas en realidad. Esta no es la única crisis infectiva que la humanidad sufre. Hay muchas otras, casi de “curso legal”, que no nos preocupaban porque nos eran ajenas y lejanas. Los expertos las han puesto ante nuestra mirada (ya estaban a ojos vista, pero no las veíamos)y afectan a millones de personas en el mundo: en el 2019, 37,9 millones de personas han sido positivas al virus Hiv; desde el inicio de esta pandemia las personas sieropositivas son 74,9 millones y los muertos de SIDA 32 millones; en el 2018, 3,2 mil millones de personas vivían en áreas de riesgo de transmisión de la malaria, con 219 millones de casos clínicos y 435.000 muertos, 61 % niños menores de 5 años; en el mismo año 2018, 10 millones de personas enfermaron de tuberculosis con más de 1,3 millones de muertos, 11 % de menores. 
  No, es inmoral, que el fin de este período trágico (ojalá llegue pronto) nos pille des-convertidos, “como si nada”. Algo debe cambiar radicalmente en la humanidad, que deberá afrontar trasformaciones estructurales radicales en muchos ámbitos: sanitario, económico, social, político. En el plano antropológico y ético se necesita construir urgentemente un nuevo humanismo. Comencemos por nosotros mismos, por nuestra conversión. 

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