Sábado santo. En este día meditamos especialmente dos misterios: la bajada de Jesús a los infiernos y la desolación de María.
Desde el punto de vista teológico, este sábado ha dado mucho que hablar. No es fácil penetrar en profundidad su significado, aunque a todas luces se presenta rico de matices y de simbología. En general, se suele entender que la bajada de Jesús a los infiernos tiene el sentido de la total y radical experiencia de la muerte por parte de Jesús. Jesús muere de verdad y en eso se hace solidario con todos los mortales, con cada uno de nosotros. Por eso, Jesús desciende a los infiernos de la muerte, de la disolución del yo. Pero no baja para quedarse allí, sino para rescatarnos definitivamente de sus lazos y de su opresión. Lo dice magníficamente una antigua homilía sobre “el santo y glorioso sábado”:
“¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a loa región de los muertos.
[…] El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz “.
A la luz de este texto, realmente profundo e inspirado, se comprende porqué el sábado santo es un día de silencio y espera. Hermosa la imagen que Jesús baja a los infiernos con el arma victoriosa de la cruz. En efecto, la victoria sobre la muerte comienza en el calvario y culmina con la resurrección. Llevar bien la cruz e, por tanto, empezar a vencer.
Pienso en todos los que han muerto en estas semanas. Su muerte en medio del sufrimiento y la soledad es la muerte de Cristo y Cristo ha empezado a vencer en ellos. En el silencio de este día, rezo por todos ellos con la esperanza en la resurrección.
María, por su parte, está desolada. El hijo de sus entrañas, al que dio vida y que tanta vida le dio a ella, ha muerto. Ella lo sabe porque lo ha tenido exánime, cadáver, entre sus brazos. Pero ella es la madre de la esperanza que no desfallece y nadie como ella sabe quién es su hijo y el destino que le espera, en el cual se cifra el destino de todos nosotros.
Pienso en todas las madres que en estos días, y siempre, han sufrido la pérdida de sus hijos o de sus maridos. Pienso en todas las madres que han muerto solas. María ha vivido la desolación más atroz, entre otras cosas porque ha tenido entre sus brazos a un hijo martirizado que, siendo Dios, no ha querido sustraerse al aguijón de la muerte, y qué muerte. El cordero degollado, inocente.
La humanidad vive hoy un tremendo y dramático sábado santo. Es así porque en medio de la tragedia de la pandemia todavía estamos esperando el alba de la resurrección. Sabemos que llegará, pero la espera se hace larga. En la inquietud del tiempo humano, los “tres días” se están haciendo eternos. Entre otras cosas, porque aún hay mucha gente, demasiada, en el calvario.
Vuelvo a esa antigua homilía que tanto nos ayuda a vivir lo esencial de este día. Es consolador lo que Jesús nos quiere decir en esta hora:
“Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial.
[…] Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado desde toda la eternidad el reino de los cielos”.
Buen sábado santo de silencio y esperanza.
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